
Sobre los submarinos:
Agosto 27 de 2005
Treinta y tres leguas de ‘crucero’ por el Caribe para saber cómo se vive a bordo del submarino Pijao
Es uno de los dos submarinos de guerra que tiene Colombia. ¿Para qué le sirve una arma de 300 millones de euros a un país como el nuestro? Crónica.
Siempre quise navegar en un submarino. Quizás fueron los 110 episodios de Viaje al fondo del mar –que me anclaron al televisor a finales de los 70– los que despertaron mi inquietud por esos relucientes tubos en los que unos pocos atraviesan los mares sin asomarse a respirar.
Finalmente, el sueño se cumplió la semana pasada cerca de Cartagena, casa de los dos únicos sumergibles oceánicos del país.
Sus torretas oscuras (velas, las llaman los marinos), que surcan las aguas como gigantescos dedos enguantados, ya no sorprenden a los pescadores ni a los dueños de yate locales, acostumbrados a compartir la bahía con toda suerte de buques militares.
Sin embargo, verlos por primera vez impacta. No son los trasatlánticos blindados de filmes como La caza del octubre rojo, pero tienen más de media cuadra de largo. Sus torretas son tan altas como una casa de 3 pisos y sus siluetas, diseñadas hace más de 30 años, aún transpiran modernidad.
Por estos días solamente está en servicio el ARC Pijao. El Tayrona, su gemelo, permanece anclado en la base Bolívar de la Armada, en un meticuloso mantenimiento.
Sin vista al mar
Los cuidados que reciben estas máquinas son más evidentes a bordo que por fuera. En su interior, que parece recién pintado, un plumero sería tan inútil como unas gafas para el sol.
El capitán Jimmy Yusti, comandante del Pijao, no puede disimular su sonrisa cuando le pregunto por las ventanas, “como las del Seaview, la nave del almirante Nelson (personaje central de Viaje al fondo del mar)”.
“Este es un submarino de guerra. Cualquier parte del casco que no fuera de acero nos haría vulnerables”, me responde con paciencia.
Pero a pesar de su beligerante ceguera, el Pijao jamás ha estado bajo fuego y nunca ha disparado sus torpedos contra otra embarcación; afortunadamente, pensarán los contadores estatales, pues cada proyectil cuesta más de un millón de dólares.
Lo más cercano al combate ha sido la crisis del Golfo de Coquibacoa, en 1987, cuando estuvo 33 días sin salir a la superficie (su récord) a la espera de órdenes. “Estuvimos debajo de las fragatas venezolanas, pero ellos nunca lo supieron”, recuerda un marino con casi 20 años a bordo.
Las horas previas a la inmersión confirman la fama de sibaritas de los submarinistas militares. A la una en punto, aún en puerto, el diminuto comedor de los oficiales (dos metros por dos) se ve engalanado por unas pechugas cordon bleu.
Qué bien hubiera sentado una botella de vino, pienso antes de recordar que me había comprometido a traer un ‘pudin’ (así, sin tilde, como dicen muchos cartageneros). Llevar un regalo para los tripulantes es una tradición que debe ser honrada por los primerizos.
La torta, llevada a última hora por una teniente que también se sumergirá por primera vez, es destapada tres horas después del sabroso almuerzo. Dividida en generosas porciones, ‘marinadas’ en helado de ron con pasas y coronadas con una waffer dentro de tazas de campaña, aparece en el puente de mando exterior, situado en la punta de la torreta.
Desde allí, adonde se llega tras superar dos exigentes escaleras e igual número de escotillas, el comandante coordina la salida de la bahía: vigila el rumbo –a ojo, con compás y con una pantalla de posicionamiento satelital–, les transmite órdenes a los tres timoneles y al motorista, y hasta manda que les piten a los lancheros despistados.
Todas las instrucciones son repetidas por el segundo a bordo, pues ‘en un submarino hay espacio para todo, menos para un error’.
Cuando el Pijao llega a una zona lo suficientemente honda para sumergirse, las tres o cuatro personas que están en el puente desmontan los equipos y las banderas, y descienden al estómago de esta ballena de metal.
El último en hacerlo es el capitán Yusti, que informa por el intercomunicador: “Escotilla principal cerrada y asegurada. Líbranos, Señor”.
Es difícil no ser creyente cuando se hace algo tan antinatural como navegar a 250 metros de profundidad, y tan arrogante como emparejarse con los tiburones sin mojarse un dedo y tomando tinto.
Antes de la inmersión, se hace la prueba de vacío: cinco minutos de silenciosa tensión y oídos que se tapan, durante los cuales se verifica que la embarcación esté completamente estanca.
Una vez comprobada la presurización y revisados uno a uno todos los sistemas, el comandante ordena llenar de agua los tanques de lastre para que el aparato se hunda.
La bajada inicial, imperceptible, se hace horizontalmente. Clavar la trompa haría que la ‘propela’ (hélice) se salga del agua.
La temida ‘aguja’
Superada esta etapa, la única señal de descenso es una leve inclinación de la proa: nada que ver con las violentas sacudidas que sufría el Seaview.
Aunque la suavidad del desplazamiento es igual o mayor que la de un vuelo comercial, bajar o subir cualquiera de los dos extremos de la nave constituye un proceso crítico.
“En 1993 sufrimos una vía de agua (filtración) frente a Malpelo. En 5 minutos entraron 11 toneladas de agua y la popa empezó a caer. Casi hacemos ‘punta de aguja’, que es cuando el submarino queda en vertical. Si eso pasa es muy difícil recuperar la nave, que se desploma por la fuerza de gravedad, con el agravante de que si pasa de los 300 metros la presión del agua la aplastaría como a una lata de cerveza”, cuenta el suboficial vallecaucano Juan Carlos Lombana.
A esta altura me doy cuenta de que nunca había estorbado tanto en mi vida. Treinta y nueve personas se mueven de un extremo a otro por un corredor de un metro de ancho, mientras me arrincono para darles paso. Sin embargo, no soy un lastre. Todos están habituados a la estrechez, a no disponer de más de un metro cuadrado para cada uno.
La unión y la tolerancia son tan importantes para estos hombres que todas las semanas que están en puerto se reúnen para jugar un partido de fútbol y preparar un asado.
Es entonces cuando Yusti, como un padre, repara las fisuras que se abren entre ellos durante la navegación. “Es como una especie de terapia de grupo, basada en el hecho de que a bordo no podemos dejar de verle la cara a nadie, como hacemos en tierra. Nos toca compartirlo todo, hasta la gripa”, explica el comandante.
Hablar con este guajiro transparente, que todavía se emociona como un niño cuando los delfines aparecen en el periscopio, me hace pensar que un submarinista puede ser el mejor vecino del mundo.
La mayor parte de quienes se dedican a este oficio son muy discretos. Como dicen ellos mismos, manejan un perfil bajo.
Al fin y al cabo, su trabajo consiste es trasladarse sin que nadie lo sepa, en escuchar sin hacer ruido y en observar sin ser vistos. Un submarino como el Pijao puede, por ejemplo, identificar una lancha go fast del narcotráfico por el ruido que sus motores hacen bajo el agua, y transmitirles a los guardacostas su ubicación y su rumbo para que la intercepten.
Aun cuando su capacidad de ataque es alta, el papel de un submarino es principalmente disuasivo. Es como un perro guardián que vigila la puerta de la casa.
Ya han pasado 18 horas después de haber zarpado, y el perfil de Cartagena vuelve a dibujarse frente a la vela del Pijao. Regreso a casa relajado, con un diploma en el que consta que estuve a 300 pies de profundidad (91 metros), impresionado por esta arma de 300 millones de euros y con la firme intención de vivir más y ver menos enlatados.
No es para todos
La Armada tiene unos 220 submarinistas, todos hombres, que compiten por los 150 puestos de los cuatro sumergibles militares (el Pijao, el Tayrona y dos tácticos, que son más pequeños).
Antes de entrar a la escuela César Neira, en Cartagena, los aspirantes deben pasar por la cámara hiperbárica del Hospital Naval y superar pruebas médicas y sicológicas. Quienes padecen neurosis, ansiedad o desorientación son descartados. “Algunos descubren que son claustrofóbicos y cogen la cámara hiperbárica a patadas”, cuenta la sicóloga Marta Marulanda, del equipo evaluador.
El curso de submarinista dura entre 18 y 24 meses, y no se abre todos los años. Al final se hace un examen en tierra y a bordo, que incluye manipular válvulas y palancas a ciegas.
Aunque cada uno se especializa en un área (motores, controles, electrónica, armas, etc.), todos deben saber desenvolverse en cualquier lugar del submarino.
BERNARDO BEJARANO G.
Enviado especial de EL TIEMPO
MAR CARIBE
[email protected]
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